Miguel Santa Olalla Tovar*
La palabra “acuerdo” ha cobrado una relevancia innegable dentro de la ética. Tradicionalmente la reflexión sobre la moral se había ocupado de la conciencia, y de la relación entre sujeto y objeto como determinante de nuestro comportamiento moral. Era el sujeto el que debía optar por un curso de acción u otro, y apelando a sus facultades era posible fundamentar una moral. El ejemplo de Kant basta por sí solo para ilustrar la predominancia del sujeto en el terreno moral. Sin embargo, a partir del siglo XX algunas teorías éticas introducen un cambio de perspectiva, e introduce la interacción dentro de la sociedad como uno de los factores claves para la comprensión de la moral [1]. Ya no es el sujeto el que por introspección descubre la ley moral dentro de sí (Crítica de la razón práctica), sino el conjunto de sujetos, la sociedad, la intersubjetividad, los que se encargan de construir una moral. Las normas tienen una dimensión social evidente y no siempre se pueden fundamentar en una conciencia o razón práctica pura. De esta forma se subraya que la moral también “se hace”, y que obviamente es también un “producto” de la historia, un artefacto más, del cual debe cuidar la sociedad si no quiere que se vea sometido a procesos de manipulación o deterioro. La moral de finales del siglo XX no es ya “mi moral”, sino “nuestra moral”: el yo abre paso al nosotros, que se convierte en el auténtico tribunal de las normas. Con ello, se reconoce en cierta forma el fracaso del sujeto como garante absoluto de la moral, pero por otro lado se le abren nuevas vías de participación y de “creación de la moral”, al otorgarle, como parte de la sociedad, una cierta responsabilidad en la evolución de la misma.
Que la moral es un producto del acuerdo, o lo que es lo mismo, que a nadie puede imponérsele una moral determinada en contra de su voluntad, es algo que hoy parece fuera de toda duda al menos para las dos perspectivas que vamos a considerar aquí [1]. El problema será establecer cómo ha de ser este acuerdo, y eso es precisamente lo que queremos abordar en este artículo. Lo haremos fijándonos en dos teorías muy distintas, como son la de Jürgen Habermas y la de David Gauthier. Si se habla del acuerdo que subyace a toda moral, parece inevitable fijarse en la teoría del discurso de Habermas, quizás uno de los responsables máximos de todo el proceso que hemos descrito hasta aquí. Con su teoría, el frankfurtiano abre la moral a la sociedad, convertida en el tribunal último por el que debe pasar cualquier norma moral. Como vamos a ver, Habermas no nos propone un acuerdo positivo, no se refiere en ningún momento a una moral pactada por una sociedad que decide “sentarse a dialogar”. Su ética es más bien negativa, destinada a discriminar las normas que son válidas (o deberían serlo) de aquellas que son sólo manifestación de intereses particulares.
Frente a esto, la teoría moral de David Gauthier puede ser el contrapunto perfecto que saque a la luz las carencias de la teoría de Habermas. Curiosamente cuando confrontamos ambas teorías, sacan a relucir lo mejor y lo peor de sí mismas, y por eso nos parece que la tarea que nos proponemos aquí puede resultar muy interesante y clarificadora. Gauthier (La moral por acuerdo) apuesta decididamente por un acuerdo en sentido positivo, en el que se determinen unas restricciones mínimas a favor de la maximización individual. El egoísmo absoluto no es rentable, y una cooperación calculada y acordada reporta mayores beneficios. Si todos los individuos se acogen al acuerdo social y limitan su egoísmo a lo incluido dentro del acuerdo, aumenta la ganancia individual y social. Su teoría no pretende juzgar qué normas son válidas y cuáles no lo son, sino formar un acuerdo moral que dirija el comportamiento de los individuos.
Para organizar nuestra exposición comenzaremos exponiendo las críticas que se podrían formular al egoísmo calculado de Gauthier desde la ética del discurso. En el segundo apartado nos centraremos en los problemas que se derivan de la ética del discurso cuando se le enfrenta al instrumental teórico de Gauthier, para terminar con una conclusión en la que resumiremos todo lo expuesto. Quizás a medio camino entre las condiciones ideales del discurso y la moral interesada de Gauthier exista alguna forma de forjar un acuerdo moral, vinculante y justo.
¿Es moral el acuerdo de David Gauthier?
La ética de Gauthier viene condensada en La moral por acuerdo. El objetivo principal de esta obra es demostrar la racionalidad (entendida ésta en sentido instrumental) del comportamiento moral. A primera vista, parece que el egoísmo puro [1] es la única actitud realmente beneficiosa para el homo oeconomicus. La toma de decisiones debería estar guiada, consecuentemente, por el principio de maximización, tal y como viene descrito por la teoría de la decisión racional: así, sería racional escoger aquella opción que nos proporcione una mayor utilidad esperada, es decir, aquella opción que nos de un resultado más alto al multiplicar la utilidad asociada a su resultado y la probabilidad de que tal resultado se produzca [1]. Sin embargo, lo que en principio parecía una regla dorada para la acción, se termina revelando completamente insuficiente, cuando el sujeto ha de decidir en un medio social. Gauthier acude a la teoría de juegos e interpreta la vida en sociedad como un dilema del prisionero en el que participa un gran número de jugadores [2]. Como sabemos, en este tipo de juegos la solución dominante para ambos jugadores (aquella solución que aporta el mejor resultado independientemente de la opción elegida por el otro jugador) es no cooperar. La conducta generalizada del maximizador directo conduce a resultados subóptimos, tanto individual como socialmente, pues sería posible un mejor resultado para todos que se daría cuando ambos jugadores estuvieran dispuestos a cooperar. La falta de cooperación es sólo una muestra de irracionalidad, de falta de miras. En favor de un mayor beneficio, tanto social como individual, es racional restringir la maximización directa, limitar el egoísmo propio de forma coordinada, de modo que mejora la posición de cada individuo si esta actitud se generaliza. Una sociedad en la que la cooperación está bien fundamentada es una sociedad fiable, en la que las interacciones entre los individuos serán con toda certeza más ventajosas que aquellas en las que el egoísmo y la maximización sin escrúpulos se toman como moneda de cambio. El único problema será delimitar hasta dónde conviene extender este comportamiento moral, de forma que para nadie resulte un costo adicional.
Para determinar cuáles son los términos de esta moral, todos los individuos deben confluir en un pacto, en un acuerdo que instaure la moral como la norma y no como la excepción [1]. La moral de Gauthier es el resultado de una negociación. Los agentes racionales acuden a esta negociación condicionados por todos los bienes materiales y por su condición social y/o laboral dentro de la sociedad. La moral no puede aprobarse en contra de los intereses de un individuo, y nadie estará nunca dispuesto a acatar un conjunto de normas que sea perjudicial para sus bienes o su posición previa dentro de la sociedad. El acuerdo es completamente estratégico, y su aprobación depende directamente del beneficio personal que cada uno de los participantes en el acuerdo pueda conseguir. La respuesta a la vieja pregunta de la moral “¿por qué ser racional?” es evidente: “porque me conviene”. La moral que se deriva de este acuerdo es una moral condicionada y “de conveniencias”. La moral se acata porque interesa, porque es un buen negocio. Gauthier incluye dentro de su teoría una concepción de la negociación, en la que se incluyen las pretensiones de todas las partes [3]. Aquellos que más aportan al pacto moral se verán más beneficiados por el mismo de la misma forma que aquellos que asisten al pacto con menos recursos obtendrán un beneficio más limitado.
Hasta aquí este pequeño bosquejo de la teoría moral de David Gauthier. Lo que nos interesa ahora es confrontarla con la teoría discursiva de Habermas, comparando el pacto que aparece en La moral por acuerdo con las características de las que habla el frankfurtiano. A primera vista, una diferencia fundamental es la naturaleza de la acción que se desarrolla en cada caso. Según la clasificación de Habermas, el agente racional que describe Gauthier se regiría por acciones de tipo teleológico o estratégico [1], caracterizadas por un cálculo en función de fines, que tiene en cuenta no sólo la mejor opción personal, sino también las posibles opciones que escogerán el resto de individuos (con lo que se introduce como una variable más el medio social en el que se toman las decisiones. Efectivamente, el agente racional dispuesto a acogerse a la norma moral, lo hace sólo pensando en las ganancias personales que se derivarán de ello. La acción comunicativa, concepto clave de la filosofía habermasiana, se diluye entre el cálculo interesado de utilidad que realiza cada individuo en el enfoque de Gauthier. El acuerdo de Gauthier no puede interpretarse como una acción comunicativa [4], en la que los participantes tengan en cuenta aspectos políticos o morales, e intercambien argumentaciones teniendo como fin último el entendimiento, y no el propio interés, como ocurría en las acciones estratégicas o instrumentales. Lo único que cuenta es la economía, la ventaja, y en este sentido la moral de Gauthier no puede encontrar ningún argumento que ponga en duda la legitimidad de un pacto en el que los más favorecidos salen más beneficiados. Los individuos que “acuerdan” acogerse a las limitaciones morales deben ser conscientes de que el resto de participantes le consideran a él como un medio del que aprovecharse en la medida de lo posible. La maximización es la actitud generalizada, pero, debido a que el agente económico ha de asumir el coste derivado de la vida en sociedad, ha de maquillarse bajo afeites morales para aumentar las ganancias. La acción estratégica obliga a considerar a los demás como medios a explotar tanto como se pueda. Desde la teoría del discurso de Habermas, hemos de aceptar que es imposible fundar una moral en acciones estratégicas [5]. El acuerdo de Gauthier sería considerado, desde este punto de vista, estrictamente económico, pero no genuinamente moral.
En efecto, a nadie se le escapa que en el ámbito económico es necesario también un código de reglas que organicen y ordenen la interacción entre los individuos. Ocasionalmente estas normas pueden incluir cierto carácter moral. O aparentar que lo incluyen. Sin embargo, de ahí no se deriva que la moral de la sociedad se pueda reducir a esta moral económica. Acciones específicamente morales (como la acción comunicativa, o una acción altruista) no se dejan expresar en términos estratégicos o instrumentales. El análisis de Gauthier puede considerarse válido para la economía, pero no es aplicable a la moral, donde se requiere considerar al hombre no como un simple medio, sino como un fin en sí mismo. Del hecho de que la moral se extienda hasta la economía no se puede inferir que todo comportamiento moral sea explicable en términos estratégicos o instrumentales, que son los que caracterizan y definen el comportamiento de los agentes racionales. Habermas afirmaría que, muy al contrario, el uso estratégico del lenguaje viene posibilitado por el uso comunicativo [1]. Sólo en la medida en que el ser humano utiliza el lenguaje para comunicarse, y por tanto asume una serie de pretensiones (como que el interlocutor está diciendo la verdad), sólo entonces, es posible pervertir esta asunción general en función del beneficio personal. Paradójicamente, sólo en una sociedad en la que los individuos esperan que en la comunicación no van a ser engañados puede producirse el engaño, pues de lo contrario la desconfianza o la incredulidad bloquearían cualquier proceso comunicativo. En este sentido, la moral que describe Gauthier, en la que toda participación en un discurso práctico sería meramente estratégica o instrumental, estaría subsumida en una moral más amplia, la de la teoría de la acción comunicativa.
Otro de los rasgos que Habermas pondría en tela de juicio, sería el carácter convencional de la moral. La ética discursiva aspira al universalismo, y esto choca directamente con la moral de Gauthier. El discurso de Habermas aspira a forjar condiciones de universalidad que eliminen aquellas normas o valores que no serían aceptados en una situación ideal de habla [1]. Probablemente ninguno de los acuerdos que se derivarían de una teoría como la de Gauthier superaría esta prueba de universalidad [6]. En tanto que el resultado de un acuerdo “por el interés” está determinado por los recursos previos con los que cuenta cada participante dentro de la “negociación moral” es prácticamente imposible que se alcance un acuerdo susceptible de ser validado por una comunidad de individuos racionales, en donde la coacción esté fuera de lugar, y esté garantizada una simetría para todos los participantes. Por así decirlo, el acuerdo que describe Gauthier está destinado a encontrar formas justas de interacción, y paradójicamente puede estar basado en formas injustas o ilegítimas de distribución de los recursos. Los acuerdos firmados por estos “egoístas morales” toman la injusticia y la desigualdad como punto de partida, con lo que difícilmente pueden ser universalizables, o entendidos como universales por aquellos que participen en un discurso enmarcado dentro de la situación ideal de habla, en la que estarían llamados a exponer sus argumentos el mayor número posible de individuos.
La “comunidad” que pacta está formada en Gauthier sólo por aquellos que tienen algo material que aportar al pacto social. Nadie estaría obligado a pactar con alguien del que no puede esperar nada positivo, y en este sentido podrían quedar excluidos del pacto todos aquellos sectores marginales de la sociedad que representan un coste para la misma, y no colaboran en la creación de riqueza. En la constitución de la sociedad que ha de construirse una moral a su medida no ha de tenerse en cuenta a todos los grupos sociales que puedan considerarse como “parásitos” económicos. Obviamente, si en la decisión de quiénes pueden participar en el pacto no aparecen condiciones de universalidad tampoco harán acto de presencia en el acuerdo final. Mientras que en la ética discursiva se deja fuera de toda duda el derecho (y casi la obligación) de todo individuo a participar en el discurso, la teoría moral de Gauthier delimita de una forma muy estricta las condiciones de las personas que pueden sentarse a pactar una moral. La moral de Gauthier sería “legal”, es decir, consistiría en adecuarse a un conjunto de normas o leyes, que aquellos individuos con mayor cantidad de recursos se dieron a sí mismos, pero quizás en un foro bien distinto, en el que los individuos tuvieran la libertad suficiente como para expresar su disentimiento al margen de su posición económica, la perversidad del pacto, incluso su inmoralidad, serían denunciadas por aquellos que lo firmaron, más obligados por las circunstancias que por su convencimiento personal.
La universalidad del acuerdo de Gauthier se ve puesta en entredicho también por su legitimidad y su capacidad de vincular a los que lo firman. Ya que los individuos se encuentran en una situación asimétrica, el acuerdo no reportará los mismos beneficios para unos que para otros. Mientras que para los que están en situación de ventaja puede ser muy positivo el asumir una normativa común de comportamiento, para aquellos que cuentan con menos recursos, las ganancias del acuerdo serán mucho más pequeñas. En cierta forma, la de Gauthier es una “moral de hechos consumados”, que en lugar de tratar de establecer condiciones de justicia, libertad o igualdad, respeta y perpetúa en cierto modo la injusticia, la asimetría y la desigualdad que caracterizaban al estado anterior al pacto. Muchos individuos se ajustarán al acuerdo porque probablemente no les quede ninguna otra opción. El plano normativo moral, termina asimilándose a la realidad, y el acuerdo “es lo que es” para todos, sin distinción alguna. Ciertamente las opciones del agente racional no son muy prometedoras: aceptar un pacto en el que los poderosos y afortunados salen ampliamente beneficiados, o seguir en un estado “premoral” en el que las condiciones son aún peores, pues ni siquiera existe una garantía mínima de seguridad. Por poner un ejemplo gráfico, aquellos que prefieren comprar carne de un animal enfermo (arriesgándose por tanto a sufrir enfermedades derivadas de su consumo) a morir de hambre y desnutrición, no están en una situación que les permita optar por otra cosa. Gauthier entendería que este tipo de transacciones son justas, y, por tanto, morales. Sin embargo, una transacción en la que el vendedor comercia con recursos que él mismo no consumiría, aprovechándose de la precariedad y la pobreza de otro pueblo, no puede ser nunca universalizable, y mucho menos puede considerarse como “moral” o justa. A partir del acuerdo propuesto de Gauthier surgiría un código mínimo de normas del tipo “cumple con tus contratos”, “di la verdad cuando comercies o trates con los demás”, “no defraudes o estafes a los demás”, “paga tus impuestos”, “evita las deudas”... Ningún discurso que se dé en la situación ideal de habla (probablemente ni siquiera haría falta que la situación de habla sea “ideal” en este caso) aceptaría este tipo de acuerdos como propios de la moral, sino que más bien serían criticados y reprobados. Curiosamente, los acuerdos que se derivarían de la moral de Gauthier serían considerados como inmorales por la ética del discurso de Habermas, pues rompen con un principio fundamental del mismo, como es el de universalidad.
Por supuesto, lo que acabamos de discutir influye también en la adhesión del sujeto hacia el acuerdo. El agente racional, protagonista del acuerdo de Gauthier se identifica con el acuerdo sólo de una forma hipotética y siempre interesada, lo cual sería duramente criticado por Habermas. El acuerdo propio del discurso, es aquel que logra el asentimiento de la razón, y aquel que arroja como resultado normas de acción con las que el individuo se siente vinculado de una forma ética. Desde la teoría del discurso, el individuo descubre el valor de estas normas en su proceso mismo de construcción, y precisamente por eso, se siente arrastrado a cumplirlas. Lejos de este ideal, el agente racional de Gauthier entiende las normas de una forma instrumental, como el medio ideal para alcanzar un mayor beneficio personal. El individuo utiliza las normas, las toma como un instrumento más del que servirse dentro de sus planes de vida. La norma ayuda a que todos puedan conseguir aumentar sus ganancias, y en este sentido debe ser mantenida. Las normas en el acuerdo que propone Gauthier son plenamente instrumentales.
Pero tampoco hay que perder de vista que esta identificación con la norma es interesada, y que puede dejar de darse desde el momento en que alguien se salta las reglas, tratando de “engañar” a los demás y, aprovechándose de su cooperación, conseguir un beneficio aún mayor (sería el comportamiento del llamado free rider). Desde el momento en que este tipo de comportamientos es detectado, el sujeto debe abandonar cualquier tipo de cooperación. Los que no están dispuestos a colaborar con los demás tampoco tienen derecho a esperar este comportamiento. Gauthier concibe la sociedad como un organismo encargado de crear mecanismos destinados a la detección, sanción o eliminación de este tipo de comportamientos no cooperativos. Sin embargo, desde un punto de vista habermasiano, la vinculación del sujeto con la norma no puede ser interesada. Eso es, una vez más, propio de las acciones estratégicas o instrumentales, y puede ser característico de la economía. Pero carece de sentido en el terreno de la moral. Parar Habermas, la moral implica la superación del propio interés y la participación en un diálogo sin coerción, en el que se debe adoptar el “punto de vista moral”, y nunca el interés personal.
En consecuencia, mientras en el discurso de Habermas no se descarta que un sujeto sea lo suficientemente racional como para darse cuenta de que un acuerdo válido puede ir en contra de sus intereses económicos, el acuerdo de Gauthier excluye esta posibilidad. La única elección reside entre un estado premoral en el que todo vale, y un estado moral en el que se conservan las diferencias que se hayan consolidado durante el periodo en el que cada uno buscaba sólo su propio interés, guiado por un egoísmo absoluto, alejado de cualquier tipo de moralidad. En cierta forma, comparando lo que ambos teóricos afirman sobre el acuerdo, podemos criticar el enfoque de Gauthier por su ausencia de universalidad y moralidad. Al reducir la moral al dominio de la economía, Gauthier la diluye en un conjunto de reglas que organizan las transacciones entre los agentes. La moral, según la ética del discurso, exige un planteamiento mucho más amplio, en el que no sólo se tengan en cuenta los factores económicos, sino que también aparezcan variables sociales, políticas y específicamente morales. Las condiciones materiales que acompañan a cada uno de los participantes en el diálogo no pueden determinar en ningún sentido el contenido del acuerdo ni sus características.
Precisamente, la ética del discurso pretende ser, como ya hemos comentado, una ética mínima y negativa. Mínima en cuanto que no ofrece ningún modelo de vida bueno, y tampoco una concepción particular de la justicia. Negativa en tanto que sólo pretende criticar aquellas teorías morales que no superarían la prueba de la universalidad llevado a cabo por una intersubjetividad incluyente y libre, donde la coacción esté anulada, y la simetría y posibilidad de participación estén suficientemente garantizadas. Sólo una moral que vaya más allá de la realidad y trate de superarla podría superar la prueba que propone la ética del discurso. En cualquier caso, una ética como la de Gauthier no sería capaz de ser aceptada como válida, y sus carencias se manifiestan en diferentes niveles. Al privilegiar la economía como marco explicativo de la realidad, la moral basada en el acuerdo que proponer Gauthier se queda más acá de la realidad, apegada a un status quo injusto, desigual e inmoral, que trata de maquillar de una forma imposible con pretensiones de justicia, igualdad y moralidad.
Sin embargo, no hemos de caer en una sencilla satanización de la moral de Gauthier, y también hemos de ser capaces de descubrir sus aciertos. Si de lo que se trata es de oponer los dos conceptos de “acuerdo”, ha llegado el momento de criticar el discurso de Habermas desde la perspectiva de La moral por acuerdo.
¿Puede el hombre real participar en el discurso racional?
Si desde la ética del discurso [1] pueden salir a relucir las deficiencias morales de la ética de Gauthier, también es posible desde esta encontrar cuáles son las carencias de aquélla. Fundamentalmente podemos referirnos a deficiencias descriptivas. Desde el marco teórico proporcionado por Gauthier, la ética del discurso sería completamente inaplicable, pues no tiene nada que ver con la realidad del hombre particular y concreto. Mientras la ética del discurso puede acusar a la ética planteada en La moral por acuerdo de ser incapaz de fundamentar un orden moral, ésta podría responder a la crítica afirmando que una ética del discurso no dice nada sobre los sujetos morales reales, único objeto de cualquier teoría ética. Mientras una no logra crear normas o valores con valor moral, la otra no parte de una base real, que garantice que sus resultados morales vayan a ser efectivos alguna vez.
En efecto, lo primero que cuestionaría Gauthier es la división que hace Habermas entre acciones comunicativas y acciones estratégicas e instrumentales. Para Habermas la acción específicamente ética sería la acción comunicativa cuyo fin no es otro que el entendimiento, si queremos, el acuerdo. Los hombres se sientan a dialogar para ponerse de acuerdo, para establecer un conjunto de reglas y soluciones que sean admitidos por todos los afectados. A este respecto, Gauthier es mucho más pragmático que Habermas: nadie se sienta a dialogar sin pretender imponer su punto de vista, sin querer obtener algún tipo de beneficio de su participación, y sin aspirar a salir beneficiado por el acuerdo. El ser humano está determinado ya biológicamente por un instinto de autoconservación, que le obliga a pensar en sí mismo antes que en cualquier otra eventualidad. La actitud natural del hombre es el egoísmo, y sólo forzándole (o mostrándole la ventaja que podría obtener) se puede conseguir algún tipo de comportamiento cooperativo. Nadie que participe en un diálogo real va a estar gobernado por las condiciones ideales del discurso ni va a formar parte de una comunidad ideal de habla. La ética del discurso sería para Gauthier una quimera irrealizable, imposible de llevar a la práctica. Con los mimbres del ser humano, no se puede construir la cesta discursiva.
Para Gauthier, el hombre que participa en el discurso no se propone lograr un acuerdo lo más amplio posible, en condiciones de justicia, libertad y simetría, sino muy al contrario, imponer sus interese sobre los del resto, de forma que obtenga la mayor ganancia posible. La moral es un asunto meramente técnico o económico: depende de cifras, índices y beneficios. Aquello que pueda parecer altruista a lo ojos de un observador externo puede estar motivado por secretos intereses personales, y en el fondo será una manifestación de egoísmo, del instinto de autoconservación que mueve a todo ser humano. Desde la teoría de Gauthier, por mucho que Habermas pretenda disimular la realidad del ser humano, es inevitable que el egoísmo termine imponiéndose. Gauthier afirma que la suya es una moral “para adultos”, y con ello está tomando distancia respecto a cualquier clase de idealismo. Sin entrar a discutir ahora el realismo de la concepción antropológica de Gauthier, lo que está claro, es que suponer que el ser humano está dispuesto a tomar parte en diálogos como los prescritos por la ética del discurso es cuando menos irreal. Una cosa es que el hombre sea el animal que tiene “logos”, tal y como lo define Aristóteles, y otra muy distinta esperar que por medio de esta palabra se tienda a buscar acuerdos como los descritos por Habermas. Muy al contrario, el “logos” puede utilizarse también de una forma estratégica, calculada. A la pragmática universal de la ética del discurso, Gauthier opondría un pragmatismo universalizado, pues en cierta forma su ética es también una cierta reinterpretación del pragmatismo.
El análisis de Gauthier apuntaría a desenmascarar lo que desde un punto de vista discursivo se presenta como un acuerdo amplio, que incluye a todos los afectados, y que ha sido gestado en condiciones de libertad, participación y simetría. Muy al contrario, debajo de todo acuerdo, está la teoría de la negociación, en la que existen unos parámetros determinados dentro de los que negociar. Puesto que la ética debe ser racional, se puede delimitar casi matemáticamente, cuánto es racional ceder en cada negociación, en cada diálogo. Las pretensiones de universalidad de la ética discursiva son tan sólo una apariencia que trata de esconder la imposición de unos intereses sobre otros, el dominio de unos participantes sobre el resto. Por mucho que los acuerdos se presenten como beneficiosos para todos, lo serán en mayor medida para unos que para otros, y esto es algo que no podemos perder de vista, ni esconder bajo conceptos tan grandes como el de “libertad”, “simetría”, “posibilidad de participación y crítica”... Para Gauthier el uso instrumental del “logos” está fuera de toda duda. El sujeto que participa en un diálogo es porque le interesa hacerlo, porque considera que obtendrá algún tipo de beneficio. Es ilusorio pensar que el sujeto abogue por el bien común, o que esté dispuesto a renunciar a parte de sus bienes a favor de otros, sin esperar nada a cambio.
Por supuesto, estas diferencias en la noción del hombre se ven acompañadas también por diferentes enfoques de la racionalidad. La razón comunicativa de la que nos habla Habermas sería también la expresión de la razón instrumental, única forma de racionalidad desde el paradigma de Gauthier. El sujeto instrumentaliza la realidad, lo cual implica instrumentalizar también a los demás. La acción comunicativa que tendría lugar en el acuerdo de Gauthier no se orientaría al entendimiento, sino al éxito, al mayor beneficio posible. Aquel que habla lo hace con pretensiones de verdad, y con la intención de convencer a los demás, de que los demás acepten su punto de vista. Los diálogos reales en los que se embarcan los seres humanos están sujetos a la dominación tanto o más que las relaciones económicas. Desde este punto de vista, argumentaría Gauthier, el diálogo vuelve a ser dominación, imposición, y por cierto una de las formas más refinadas, pues el sujeto puede terminar asumiendo como propia esa dominación. Si nos fijamos en los procesos de negociación y diálogo reales, que se dan en la política y la economía todos los días, los hablantes tratan de convencer a sus oyentes con una extraordinaria variedad de argumentos, y a menudo cuando el resultado no es el esperado, se suele afirmar sin ningún pudor que el diálogo se rompió por alguna de las partes, o que no se cumplieron las condiciones mínimas esperadas. Más aún, cuando se alcanza algún tipo de acuerdo es porque ambas partes se han acogido, quizás de un modo inconsciente, a las reglas formales de la negociación establecidas por Gauthier. Hablar de una razón comunicativa, capaz de generar un acuerdo vinculante y consensuado por todos los posibles afectados, es una nueva forma de idealización. La racionalidad que aparece en La moral por acuerdo desciende directamente del concepto de Hume, según el cual, la razón es y debe ser la esclava de las pasiones (Tratado de la naturaleza humana). Esta instrumentalidad de la racionalidad humana es irreconciliable con la razón comunicativa. Desde el punto de vista de Gauthier, la ética discursiva está construida sobre una base inexistente, un tipo de racionalidad que pretende escamotear la realidad verdadera de la razón humana, incapaz de ir más allá del simple cálculo instrumental.
La concepción del hombre que subyace a la ética de Gauthier puede parecernos excesivamente condicionada por la economía y por un egoísmo exagerado, alejado de la realidad del ser humano. Sin embargo, y hacia aquí se dirigen muchas de las críticas de la ética del discurso, quizás sea excesivo esperar que el ser humano logre superar sus intereses personales. Si bien Habermas pretende contextualizar al hombre dentro de sus condiciones reales, de modo que en el discurso entren en juego y se manifiesten los intereses de todos los participantes, no se puede esperar que a partir de la argumentación surja siempre de forma unívoca el consenso, y la ética discursiva nos puede dejar en una permanente espera de un acuerdo que quizás nunca llegue a realizarse, mientras los seres humanos, particulares y concretos han de continuar en la vida práctica, tomando sus decisiones y actuando en consecuencia. La vida política y económica está repleta de ejemplos en los que la convergencia entre posturas se hace imposible, de forma que a menudo el diálogo puede radicalizar y distanciar aún más las posiciones. La mayor crítica que se puede plantear a la ética discursiva es precisamente la que viene formulada por la realidad: los casos en los que el consenso se impone sobre la multiplicidad de argumentos e intereses son más la excepción que la regla. No podemos creer ingenuamente que la expresión de los argumentos, opiniones y necesidades de cada una de las partes vaya a conducir siempre a una solución común y universalizable.
De hecho, las mismas condiciones del discurso son difíciles de llevar a la práctica: habría que encontrar el modo de “moralizar” una realidad marcada por la injusticia y la desigualdad. En cierto modo, si lográramos efectivamente situar en las circunstancias descritas por Habermas a los participantes en un diálogo no haría falta una moral posterior. Un grupo de personas dispuestas a exponer sus intereses y argumentos sin coacción, con capacidad de respuesta y de crítica, y sin ningún tipo de obstáculo es ya una sociedad “moral” en la que las decisiones justas e igualitarias surgirán “por generación espontánea”. El problema radica en cómo hacer de nuestras sociedades “comunidades ideales de habla” (en la denominación de Apel), algo prácticamente imposible. Nos guste o no, podría criticar Gauthier, la desigualdad y la injusticia son unhecho irrebasable y consustancial a toda sociedad. La diversidad de formas de afrontar los problemas de la vida práctica, junto a los condicionamientos que nos vienen dados provocan una pluralidad irreducible de formas de vida dentro de una misma sociedad. De esta pluralidad surge la desigualdad que ha de reflejarse en el resultado del “pacto moral”, pues de lo contrario aquellos que más aportan al mismo no estarían dispuestos a perder parte de sus ventajas. La desigualdad que se toma como punto de partida sería irrefutable, y no se podría hacer nada por cambiarla. Los sujetos morales se deben comportar como verdaderos agentes económicos, acogiéndose en sus “negociaciones morales” al principio de concesión relativa minimáxima [1], tal y como viene formulado en La moral por acuerdo. A Gauthier le resultaría muy difícil pensar cómo es posible que personas marcadas en la realidad por relaciones de poder puedan sentarse en una mesa pensando que estas relaciones no van a ejercer un peso muy importante dentro del diálogo.
Esta es precisamente una de las cuestiones clave en toda la filosofía moral de tipo contractualista: qué hacer con la desigualdad inicial. Mientras que Habermas pretendería superarla estableciendo condiciones que garanticen que las relaciones de poder y las asimetrías de la realidad no vayan a influir en el resultado final, Gauthier piensa precisamente lo contrario. Aquel que cuenta con una gran fortuna nunca estaría dispuesto a formar un acuerdo que le vaya a perjudicar. Precisamente, recursos teóricos como el velo de la ignorancia, propuesto por Rawls en su Teoría de la justicia estarían destinados a eliminar las desigualdades dentro de un orden social, de modo que, sin importar a qué clase social se pertenezca, o cuántos bienes se pueda utilizar en cada caso, todos tengan garantizado un mínimo. Entrar a discutir en este artículo esta tesis de Rawls en comparación con la ética discursiva y la ética de Gauthier nos desviaría de nuestro tema fundamental. Lo que queremos resaltar aquí es que la discusión sobre la función de la desigualdad en el pacto moral es una de las cuestiones más importantes del contractualismo moral, y precisamente por ello es un problema muy iluminador a la hora de contraponer la teoría de Habermas y la de Gauthier. Mientras que las condiciones ideales del discurso impedirían que las asimetrías sociales influyan en el acuerdo moral, Gauthier sería partidario de que este acuerdo recoja todas estas diferencias, de forma que aquellos que más recursos aportan al pacto, salgan más beneficiados que aquellos que pueden contribuir con una menor cantidad.
Para terminar este epígrafe, parece necesario tomar postura respecto a la pregunta que nos planteábamos inicialmente. Como ha quedado claro, el hombre real, particular y concreto, encuentra serias dificultades para participar en un discurso práctico tal y como lo describe Habermas. La desigualdad material y el reparto del poder y la responsabilidad dentro de una sociedad cualquier cuestiona la posibilidad de alcanzar la situación ideal de habla. De todos modos, esto no quiere decir que debamos rechazar la teoría de Habermas. Aunque no logremos establecer discursos como los que reivindica su teoría, no se puede negar que en el uso del lenguaje aparece implícitamente el entendimiento como meta última del mismo, y eso nos abre la posibilidad de pensar en que el lenguaje sea también un instrumento adecuado para lograr acuerdos morales, enmarcados dentro de la situación ideal de habla. La propuesta de Habermas (no así la de Gauthier) sería así un horizonte ético válido, capaz de producir acuerdos universales en condiciones de justicia e igualdad.
Conclusión
A modo de conclusión, a partir de todo lo expuesto podemos afirmar que una moral anclada en una interpretación de la realidad del hombre, corre el peligro de no despegar del suelo. Por el contrario, una moral que se fija tan sólo en las condiciones morales que deben caracterizar al ser humano puede no llegar a tomar tierra. Entender al hombre sólo como un ser egoísta parece a todas luces corto de miras. Esperar que sea capaz de confluir con los demás en un diálogo como el descrito por Habermas puede ser excesivamente idealista. Entre estas dos formas de entender el acuerdo moral habría que buscar una síntesis, un justo medio que reúna el realismo de Gauthier y las legítimas pretensiones normativas de Habermas. Ya que la moral no nos viene dada, y es necesario acordarla, habrá que investigar cuáles son las propiedades que han de acompañar a un acuerdo moral. Aunque la teoría de Habermas, como acabamos de decir, pueda servirnos de indicador, de horizonte utópico, es necesario bajar a la realidad y tratar de establecer las condiciones de un acuerdo moral real.
Con esto, ha quedado bien clara la distancia que hay entre la teoría moral de Gauthier y la de Habermas. Para ambos la moral es fruto de un acuerdo, pero éste es interpretado de formas bien distintas en un caso y en el otro. La contraposición de ambas teorías puede resultar muy clarificadora, pues la una arroja luz donde la otra pone sólo sombras. El hecho de que su contenido sea tan opuesto ayuda a la comprensión de ambas. Por supuesto, aquí no hemos pretendido una exposición detallada de las dos teorías, sino tan sólo una comparación que nos lleve a plantearnos cómo se podría acordar una moral en nuestros días. Conjugando los defectos y las virtudes de Habermas y Gauthier podríamos probablemente encontrar algunas líneas para un acuerdo moral que responda a las necesidades actuales, a la realidad de un hombre que no sólo se preocupa de satisfacer sus preferencias mediante un cálculo instrumental, pero que tampoco está siempre en las condiciones necesarias para participar en el discurso.
*Doctorando de la Universidad de Valladolid (España) y profesor de secundaria de instituto.
Bibliografía
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-Gauthier, David, “Egoísmo, moralidad y sociedad liberal”, en traducción de Pedro Francés Gómez, Ed. Paidós, Barcelona, 1998.
-Habermas, Jürgen, "Conciencia moral y acción comunicativa", en traducción de Ramón García Cotarelo, Ed. Península, Barcelona, 1985.
-Habermas, Jürgen, "Teoría de la acción comunicativa", en traducción de Manuel Jiménez Redondo, Ed. Taurus, Madrid, 1987 (dos volúmenes).
-Habermas, Jürgen, “Pensamiento postmetafísico”, en traducción de Manuel Jiménez Redondo para la editorial Taurus, Madrid, 1990.
-Habermas, Jürgen, "El discurso filosófico de la modernidad", en traducción de Manuel Jiménez Redondo, Ed. Taurus, Madrid, 1995.
-Habermas, Jürgen, "Facticidad y validez; sobre el derecho y el Estado democrático de derecho en términos de teoría del discurso", en traducción de Manuel Jiménez Redondo, Ed. Trotta, Madrid, 1998.
-Hume, David, “Tratado de la naturaleza humana” (vol. 1), en traducción de Félix Duque, Ed. Editora Nacional, Madrid, 1977.
-Hume, David, “Tratado de la naturaleza humana” (vol. 2), en traducción de Félix Duque, Ed. Editora Nacional, Madrid, 1977.
-Kant, Immanuel, "Crítica de la razón práctica", en traducción de Emilio Miñana y Villagrasa y Manuel García Morente, Ed. Sígueme, Salamanca, 1994.
-Rawls, John, “Teoría de la justicia”, en traducción de María Dolores González para el Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1979.
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miércoles, 21 de octubre de 2009
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